Y ya toca irse a dormir. Apagas las luces, enciendes la de la mesita, te cambias y entras dentro. Hablas, besas, escuchas, acaricias, quizás tengas sexo (quizás no) pero al final te quedas dormido junto a la persona con la que vives, ésa a quien amas. Juntos, piel con piel, amplificando el calor de los cuerpos, mientras se te hiela la nariz por tenerla fuera de las mantas.
Te duermes, y sin que te des cuenta pasan horas (¡horas!) en silencio. En puro silencio, en la penumbra más inerte, en la calma más quieta. Si no fuese por el ritmo de las respiraciones, ese inflar y desinflar el pecho, podría decirse que el tiempo se detiene en esa habitación, en la que un bulto extraño está medio sumergido en un mar de algodón y tela sintética.
Ni una brisa mueve la camiseta colgada del señorito. Los zapatos de debajo de la silla podrían quedarse ahí eternamente, hasta que alguien los descubriese cien años después, como quien desentierra una moneda de guerras pasadas.
Entonces abres los ojos. Ya no hay penumbra, sino oscuridad. La más absoluta de todas. El aire es frío, húmedo, pegajoso. No ves nada, no reconoces el lugar. Cierras los ojos y escuchas tu respiración. El aire roza en tu garganta. Demasiado denso, pero al tiempo que escuece, su frescor te alivia. Sientes tu corazón bombear. Lo notas en el pecho, te palpita en las sienes y lo escuchas en tus oídos. Y entonces, al abrir los ojos, una breve luz, cuya fuente no alcanzas a ver, ilumina la estancia.
Estás sentado en una cueva. Notas ahora la humedad en tu cuerpo, en tu ropa. La poca luz presente te revela un lugar gris, de piedra suave. Deja entrever el vaho que exhalas con cada aliento de vida. Si no fuese por esos dos delatores, pulso y respiración, podrías afirmar que el tiempo no pasa por esa cueva. Intentas imaginarte a ti mismo, sentado ahí durante cien o doscientos años, viendo crecer la estalactitas, con su inexorable goteo, único testigo del tiempo.
La sensación te aterra. Asusta verse tan pequeño, saber que todo lo que has hecho y harás nunca podrá perdurar tanto. Saber que la vida es la cueva, y tú sólo eres la gota que, de cuando en cuando, tal vez de año en año, cae. Ahora que tus ojos ven mejor en la oscuridad, es momento de salir de la cueva.
Pero antes de llegar a campo abierto, en la entrada, ves unos bultos medio sumergidos en un mar de lana y cuero. No hay ninguna hoguera. Quizá no sepan. Quizá sea demasiado pronto.
El aire de fuera sopla con más ímpetu. Ahora no roza, ahora hiela tus bronquios. Miras un bulto. Dos caras descansan, apenas marcan algún gesto, pero eso ya es media sonrisa. Fuera hace frío, sopla el viento, pero si no fuera por su respiración, ese inflar y desinflar el pecho, podrías decir que el tiempo se ha parado.
La oscuridad te vuelve a abrazar mientras piensas que, a fin de cuentas, el tiempo se ha parado. Tu mejor momento del día no deja de ser el mismo que el de tus predecesores, ya sea hace diez, cien, mil o un millón de años: ese momento en el que te abrazas con la persona a la que quieres, sientes su calor, y, por un instante, el tiempo parece detenerse. Quién sabe, quizá sea cierto...
Al menos, a mí, me lo parece.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario